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Opinión. Luis de Tavira por la Carmen Romano

por Agencia Zona Roja

Diego Enrique Osorno*

Por las noches de mi niñez, el movimiento de trenes de la pujante industria de Nuevo León arrullaba la colonia de San Nicolás de los Garza donde crecí; de vez en cuando también, el sonido chirriante del silbato ferroviario nos despertaba y dejaba en duermevela. 

Como parte de aquel paisaje sonoro recuerdo un par de ocasiones especiales en las que irrumpió un estruendo grave, parecido al de una súbita explosión, a la que no nos había acostumbrado la férrea convivencia nocturna. 

La mañana siguiente supimos que algunos vecinos de la colonia frente a la nuestra habían decidido descarrilar los vagones industriales en marcha para mitigar la crisis económica en turno.

En aquella heroica colonia Carmen Romano había una fábrica de refacciones eléctricas automotrices que con el paso del tiempo cayó en desgracia, cerró y su enorme nave y oficinas administrativas quedaron convertidas en típicas ruinas regiomontanas.

Gracias a la gestión de Bebo Cantú, el explorador cinematográfico más intrépido del noreste de México, durante la pandemia logré volver a los vestigios de aquel espacio de la infancia para sostener ahí una larga charla con el legendario actor, director y maestro de teatro, Luis de Tavira.

En la entrevista, de manera un tanto esotérica —ya se constatará más adelante—, don Luis compartió algunos trazos de su biografía personal y de sus envolventes reflexiones sobre la vida, el arte y la tragedia, pero de repente sentí que en lugar de conversar con uno de los creadores teatrales mexicanos más trascendentes, estaba frente a mí un viejo y huraño escritor estadounidense que en sus años mozos visitó Monterrey para investigar una serie de crímenes ocurridos durante finales de los cincuentas.

Me refiero a Thomas Harris, autor de El silencio de los inocentes.

Comparto a continuación esta improbable conversación ocurrida en las abandonadas instalaciones de la fábrica Marinos, la cual tenía que ser interrumpida de vez en cuando para poder apreciar el estruendo de las locomotoras pasando cerca de nosotros.

El mismo día en que ocurrió esta charla, yo tenía la posibilidad de continuar otra conversación embrujada como ésta con otro personaje igual de contemporáneo y crucial, pero esa es una historia que contaré más adelante o, de plano, nunca.

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Yo soy Luis de Tavira, soy un director de teatro que hago todo lo que el teatro y la vida me han pedido. He trabajado en él de muchas maneras. Como escritor, como maestro de actuación y como todo lo que haya que hacer: gestor, productor y actor.

El teatro es un arte colectivo. No se hace solo. Es un arte en el que participa toda una comunidad colectiva dispuesta a crear. Siempre he pensado que es también la mejor metáfora de lo que debería de ser la comunidad humana.

El teatro es también un modo de pensar, pero también es importante preguntarnos cómo pensamos al teatro. Se trata de un hacer enigmático, presente desde que comenzó la humanidad; sin embargo, permanece enigmático y hoy más que nunca, incomprendido.

Por eso me parece importante pensar en la condición de los creadores de la ficción. Pensar en ese deslumbrante arte del actor —que es a lo que yo me he dedicado: llevo más de 50 años siendo espectador de lo que hacen los actores—, de un espectáculo invisible y maravilloso que sucede en la mente de los actores cuando pasan de la realidad a la ficción.

Creo que eso es apasionante de pensar, pero también de poder expresarlo, formularlo con claridad, porque es un arte muy poco comprendido. La estética no ha sido capaz de entender la esencia de lo que es el arte de la actuación. En el arte hay solamente dos cosas reales: el artista y la obra; esto es fácil de pensar en la escultura y otras artes: el escultor y la escultura, el pintor y el cuadro, el poeta y el soneto, pero es difícil de entenderlo en el actor, porque en él la obra y el artista son lo mismo.

Quizá ningún artista es más ambicioso que un actor que aspira a ser él mismo, la obra de arte… pero también es una obra efímera, es algo fugaz que solo existe mientras dura, como los sueños solo existen mientras duran. Por eso es apasionante pensar en el arte del actor que es el corazón del arte del teatro y del arte dramático.

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Uno cree que elige el teatro y la verdad es que no es así: es el teatro el que lo elije a uno. Al menos en mi caso, en mi vida, es muy claro. Yo quería ser jesuita, había tenido en mi juventud una experiencia interior muy fuerte, muy poderosa y quería ser el seguimiento de lo que yo entendí como un llamado, eso que llamamos vocación. Pedí ingresar en la Compañía de Jesús y hacerme jesuita y vivir ahí en esa comunidad, en esa vida. Eso era lo que yo quería.

Nunca pensé en dedicarme al teatro, pero es en la experiencia de la formación jesuita que primero comienza con una profunda formación interior, en el silencio interior, y pasa después a una formación académica muy sólida y a una etapa donde —no sé ahora, pero entonces a los escolares les enseñaban latín, griego, y la cultura grecolatina, y después las humanidades, para después pasar a las ciencias y luego la filosofía—, y en la etapa de estudiar griego, tuve el privilegio de tener un maestro maravilloso que nos enseñaba el griego antiguo, con los ditirambos de Sófocles, y ahí fue donde yo quedé deslumbrado con el enigma de lo que estaba planteándose en ese origen de la visión trágica de lo humano. Es Sófocles, sin duda, el inventor de lo humano.

Entonces, algo vieron los jesuitas en aquellos años sesenta en los que se vivían tantas cosas, tantos cambios. También en la iglesia entró el Concilio Vaticano para hacer una revisión de como venía siendo la iglesia y sus instituciones que vivían como en la Edad Media, entonces, el poderoso propósito de aquel concilio era el tratar de “aggiornar”, era la palabra, “poner al día”, a la iglesia; luego pasaron otras cosas, pero ahí estuvo el ventarrón de esa inspiración que influyó mucho en las órdenes religiosas y particularmente en la de los jesuitas.

Una de las conclusiones inmediatas que sacaron era la de formar a sus escolares, no en los encierros, en los seminarios, en los claustros, sino sacarlos a las universidades, entonces así es como yo de pronto recibo una carta de mi superior, que me manda a la Universidad Nacional Autónoma de México, a estudiar teatro.

Algo vieron ellos en mis ejercicios de letras clásicas de griego, pues había mostrado un particularísimo interés en la tragedia y en las formas de representación; entonces, me enviaron a la UNAM en 1968. Justamente debía ingresar en septiembre de ese año, pero se nos adelantaron los tanques: el Ejército entró a la universidad, entonces, mí llegada a la universidad fue en el movimiento estudiantil y todo eso implicó  un bautismo de realidad. 

Capítulo 1 de la serie periodística “Luis de Tavira por la Carmen Romano”

(Continuará…)

*Escritor y periodista.

@DiegoEOsorno

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